*Juan Carlos Gossaín Rognini, ex gobernador de Bolívar.

Por: Juan Carlos Gossaín Rognini*

No vengo del futuro, las señales del presente son más que inequívocas y van dejando rastros de que no vamos a salir bien librados de esto que ahora estamos viviendo.

El esfuerzo solidario en acciones y gestos de cientos de miles de Colombianos, tal vez no serán suficientes para combatir después del Covid, el virus del odio que ha contagiado también de manera alarmante, a una gran cantidad de la población.

Se percibe en el ambiente y es un tema de conversación frecuente, cada día caen más víctimas bajo la andanada de agresión verbal, de ira no reprimida, de ánimos desbordados con intención de embestir, arremeter y pisotear a cualquiera que buenamente haya dado una opinión, generado una propuesta o simplemente le ha correspondido tomar una decisión.

Hay demasiadas ganas de insultar, el propósito en ningún caso es argumentar en contrario, establecer variaciones o encontrar diferencias en el plano de la sensatez y la cordialidad.

La motivación, bien por ignorancia que pretende disimularse o por un controlado direccionamiento de intereses, siempre persigue descalificar personas y deslegitimar instituciones.

El asunto parece que trasciende latitudes, el escritor Arturo Pérez Reverte, quien también funge como miembro de la RAE, dice: «En España ya no existe la libertad de pensamiento, y toda discrepancia acarrea un linchamiento mediático sectario. Nos alejamos del estado de derecho intelectual para adentrarnos en un estado de represión intelectual.» ¿Alguien pone en duda que en nuestro país está ocurriendo exactamente lo mismo?

Tal vez, lo más escabroso de este panorama sea identificar que el tono de ponzoña y desmesura no está bajo franquicia exclusiva de ciudadanos comunes, ni de las hordas fanáticas que se apoderaron de las redes digitales, bien en calidad de esbirros o tratándose de simples aficionados haciendo carrera.

Con ellos, avivando el fuego, inflamados en su propio ego y desde el promontorio que se han construido, un comando de políticos y periodistas, marcándole el ritmo a la tropa, enfureciéndolos, instándolos a galopar con el acompañamiento de sus trompetas mediáticas y sectarias, abonan día a día el terreno para la guerra interior, promovida a gusto de su electorado y del rating.

Se atreven y lo hacen porque pueden, se saben inmunes. La misma ciudadanía les ha concedido patente para su patológica perversión.

Nada como una tribuna exultante aclamando cada defenestración de competidores, cada vulgaridad a sus contrarios, cada reto a la autoridad superior, cada generalización injuriosa, o cada señalamiento individual lleno de adjetivos y vacío de sustantivos.

No digo que así sean todos, no inclino la balanza a favor de un bando ideológico ni pretendo que las malas acciones, los pésimos resultados, los desaciertos y las metidas de pata no deban ser cuestionadas, censuradas o rechazadas.

No se trata de ocultar la verdad ni de ser condescendientes, no se quiere impunidad ni la prédica es para desconocer hechos probados o ciertos. Se aboga en estas líneas por la recuperación de un debate político con altura y de una prensa ilustradamente objetiva.

 

Ante un peligro común la sociedad exige una gran solidaridad. Cuanto más trascendental es el momento que vivimos, más importante la calma, el desescalamiento del odio, la planimetría de las ambiciones.

El efecto desmoralizador juega en contra de todos, solo es cuestión de tiempo antes de que se devuelva hacia sus instigadores.

La actividad pública se ha pasado de envenenamiento y da tumbos de embriaguez sectaria con políticos sobreactuados y discursos innecesariamente irresponsables.

Unos se erigen en mesías, versión de San Andresito, atacando desde la retaguardia, otros actúan desconectados de las nuevas realidades, algunos más, llenos de arrogancia hitleriana, exigen adhesión plena a su desvarío o la amenaza de arrasar todo lo que en su camino sea un obstáculo. Nadie tiende la mano, ninguno habla de colaboración o siquiera de una tregua.

En el otro frente, Periodistas que creen que sus opiniones son más importantes que los hechos mismos, nos hacen añorar los tiempos en que los medios de prensa, radio y televisión no tomaban partido, simplemente informaban.

Tiempos en que no se odiaba a los periodistas ni estos trapeaban el piso con los protagonistas de las noticias, mostrando la soberbia de quién se cree de una casta superior.

Hace unos días reencontraba un párrafo de la desaparecida periodista Guatemalteca, Irma Flaquer, que considero rotundamente necesario recordar:  «El deber de un periodista honrado es decir siempre la verdad, no importa si la verdad afecta a los de la izquierda o a los de la derecha. No debe importarle si con esa verdad ganaran los del gobierno o los de la oposición. »

La polarización que de manera consciente o no, desde la política y los medios, algunas personas han gestado en Colombia, se salió del laboratorio y anda por las calles como cualquier otro virus sin vacuna.

Si sumamos otros agentes incubadores como la justicia dogmatizada, el adoctrinamiento educativo y la naturaleza insolidaria de algunos sectores empresariales, en unos meses el covid-19 habrá dejado de ser nuestro mayor problema y el nuevo confinamiento será para eludir el odio.

Es justo señalar que este texto no ataca en ninguna de sus líneas, ni pretende ofender, a quienes dignamente ejercen la actividad política y el oficio de periodistas, y si por algún infortunio alguien llegara a sentirse identificado, antes que declararse agredido, lo invito con el más sincero animo a deponer armas y revisar cómo se sube al grado de responsabilidad que nos estamos mereciendo. Al fin y al cabo, es de eso de lo que se trata.

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