Por Víctor Castro Castellar.
Aún la paranoia nos persigue, los miedos y temores se han acrecentado, sobre todo, si nos enteramos a través de los medios de comunicación, que los muertos aún no bajan el promedio de 400 diarios a causa de la pandemia del Covid 19. Una enfermedad que se ha llevado a familiares, amigos, vecinos; arrasa con obreros, estudiantes, abuelos; ha cargado con algún famoso del arte o con el profesional de la salud que luchaba en la “primera línea” contra los embates del mal del 2020.
La pandemia sacudió a todo el planeta y al mismo tiempo destruyó la cotidianidad de pueblos y ciudades. El antes que no volverá a ser jamás y el ahora que se impone con medidas extremas para evitar el contagio, es un caos comportamental en la vida familiar y social. Para sobrevivir, además del cansancio del encierro, la gente volvió a las calles, a sus lugares de trabajo, al “rebusque” en la esquina; las familias volvieron a celebrar una fecha especial, con el riesgo de que el virus de marras sea el invitado de honor.
Los productores y comerciantes respiraron, a pesar del descalabro, y buscaron la forma de garantizar las medidas de bioseguridad propia y la de sus clientes. Se debían resolver dilemas como la muerte o la supervivencia, la economía o la existencia humana, acercarnos o alejarnos de conocidos o extraños.
En Colombia se han resuelto dichos dilemas volviendo a las calles. Es una aparente normalidad anormal. Se ha pagado un alto precio en vidas. La economía apenas arranca en medio de una protesta social que el gobierno nacional quiere opacar con las satanización de sus líderes. Es el estigma de la guerra sucia, pero el mundo entero ya está enterado de la clase de dirigentes que tenemos en el país. Es como si les importa poco la vida, honra y bienes de sus propios connacionales.
En esa normalidad anormal, los niños y jóvenes volvieron al colegio. Pero se encontraron una nueva organización en las aulas. Una nueva manera de recibir clases denominadas presenciales, pero que en realidad no será tan cercana y llena de confianza; jamás volverán a disfrutar de la presencia plena de hace apenas año y medio de maestros y de sus propios compañeros.
Un bozal infernal les impide comunicarse como lo hacían antes. Las palabras se pierden en los movimientos del tapabocas: las encadenas, las reprime; si los estudiantes hablan con sus compañeros, será a mínimo un metro de distancia y deberán hablar poco, puesto que el enemigo—el virus— podría viajar entre los mejores amigos de la clase.
A los maestros se les debe hablar a metros; las clases ahora deben evitar el contacto con cualquier objeto o elemento que lleven los protagonistas del aula. La merienda para superar la fatiga de la jornada debe hacerse aparte, no hay descansos o recreos colectivos, eso ese debe evitar. La escuela de vuelta, sin duda, cambió, porque el virus amenaza de muerte a la Comunidad Educativa.
En estos tiempos de pandemia quiero rendirle un homenaje a Cristiana Anillo Arrieta, una maestra reconocida en mi pueblo natal, San Juan Nepomuceno, Bolívar, como maestra de maestras. Una persona abnegada, entregada de lleno a la orientación de miles de almas que pasaron por sus manos, sin pedir nada a cambio.
Ella fraguó personas con principios éticos, morales y de vida, siempre, con la idea de servir a la comunidad. Algunos discípulos hablan de “huella” y, efectivamente, cada niño o niña que pasó por el colegio Sagrado Corazón de Jesús, llevará su sello personal. “Seño” Cristiana, eres ese grano de trigo que sembraste y que en abundancia dará frutos eternos. Dejas lo terrenal, pero tu legado jamás morirá y en nuestros recuerdos estarás intacta…” “Orgullo ser tu alumna, orgullo de pertenecer al selecto grupo que recibió tus enseñanzas, no sólo académicas sino espirituales. Aún después de egresados no perdimos el vínculo afectivo, a todos nos recibías con el mismo amor de cuando éramos pequeños”, afirman sus discípulos visiblemente afectados pos su desaparición.
Si la educación se considera como un “acto de amor”, sin duda, la pandemia se llevó esa forma de amar. Tendríamos que volver al aislamiento de los viejos internados, pero eso ya también es historia, a pesar de los reductos que aún luchan antes las nuevas y diversas formas de ver el mundo de la educación.
La virtualidad no garantiza el acercamiento al amor de la educación, practicado por viejos maestros de vocación. Se deben ver las caras y los gestos, pero las caras se cubren por miedo al contagio. Tendremos que hallar pronto otras formas de enamoramientos en los templos del saber, del conocimiento.
La pandemia nos mantiene a raya y nos obliga a comportarnos como si todos, absolutamente todos, fuéramos enemigos. Mientras hallamos las formas de enamoramiento, de recuperar la confianza entre amigos y extraños, me uno a la pérdida de centenares de maestros que han muerto por el virus o actos de desamor producto de la misma inmisericorde plaga del tercer milenio. A la “Seño Cristiana Anillo, un tributo inmenso a su memoria. “Elevo mi mirada al Cielo, oro por ti; Dios te ha llamado, ya estás en su presencia.” Paz en su tumba.
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