La violencia, la polarización y el miedo en Colombia, cuento de nunca acabar

Por: Víctor Castro Castellar

Víctor Castro Castellar, Docente, Músico, Escritor.

Percibo los mismos miedos que son difíciles de borrar, sobre todo, si quien lo dice fue víctima directa de un conflicto armado que hasta hace poco creíamos se veía un ápice de luz al final del túnel. No hay final del túnel, las tinieblas nos abrazan como Nación y la luz parece inalcanzable. Seguimos en medio de una tragedia que se recrudece, la polarización política es más tensa y, ahora que se aproxima un año electoral, la sangre que se derrama, los insensibles de la política, la convierten en votos.

Cuento de nunca acabar. Vuelvo al pasado, que puede tener mucho de presente. Me parece escuchar a mis paisanos del Caribe Colombiano comentando, a veces sólo entre susurros y muertos del miedo, sobre lo que sucedía en los pueblos de los Montes de María. Los asesinos eran reconocidos en la región.

La gente sabía cómo actuaban los paramilitares y dónde tenían sus campamentos. La Policía y la Infantería Marina o el mismo Ejército, ese que llaman glorioso, pero que de glorioso no queda nada si algún día lo fue. No se movían un centímetro ante la tragedia; a veces no se desplazaban ni para levantar a los muertos.

Las Instituciones encargadas de salvaguardar la vida, honra y bienes de los ciudadanos, actuaban como cómplices por obra u omisión. Ya es una certeza, por las aún escasas investigaciones que se han hecho en materia judicial, que los listados de las personas que debían morir salían de los organismos de inteligencia del Estado; de esas publicitadas como “gloriosas instituciones”. Aún no había un millón de sapos, propuesta del gobierno criminal de Uribe, pero eran suficientes para señalar como “traidores” de la patria, a quien presentara un asomo de oposición a la institucionalidad podrida.

Cayeron justos por pecadores. No existía piedad, mucho menos juicio; quien era señalado como enemigo de la paz, debía morir y punto. A Bogotá, donde aún me hallo, a diario llegaban noticias nefastas y aterradoras: Mataron al ganadero X, secuestraron al maestro Y, asesinaron al candidato A. Sí, al candidato a la Alcaldía Municipal, Ascanio Romero. Me dio en el alma esa muerte. Era un ex compañero del colegio del Pueblo donde nací. Se había hecho a puro pulso. Trabajó duro para educarse. Lo hizo para financiar su subsistencia y su educación. Alternaba sus estudios con el trabajo. Iba al colegio cuando le daba la gana. Él se daba el lujo de no asistir a algunas jornadas aburridas y poco productivas. Se imbuía en los libros, llámese literatura clásica, estudios de física, química, lo que fuere, todo libro lo devoraba con una pasión inusitada.

Pronto emigró a Barranquilla y en la Universidad del Atlántico se hizo abogado con el mismo ímpetu adolescente.  Fue reconocido como prestante abogado; pero se le dio por meterse a la política en una época, que puede ser aquí en Colombia cualquier época, y lo asesinaron. Juancho Dique, lo mandó a matar; no siguió las instrucciones del matón y cayó la joven promesa de la política provinciana.

Cuento de nunca acabar. Se recuerdan las masacres en la región de los Montes de María, en particular una, la de finca Los Guáimaros. Aún no se sabe si fueron los paramilitares o la guerrilla. ¡Qué impunidad! Fueron escenas dantescas que las mismas víctimas no quieren recordar, pero que son hechos que hay que esclarecer para que descansen en paz los muertos y los vivos.

La lista es larga como grande es la impunidad misma de esos crímenes atroces. En mi pueblo, San Juan Nepomuceno, cayeron campesinos, profesores, ganaderos, personajes del folclor, políticos, defensores de  Derechos Humanos, quien se atravesara en el camino de los criminales. Fue una matanza auspiciada en gran parte por las instituciones de “defensa” del Estado.

Por eso, en el reciente pronunciamiento de la Justicia Especial para la Paz, JEP, resultan mínimo los crímenes conocidos como “falsos positivos”. Según la JEP fueron 6.402 muertos para inflar las estadísticas y presentar resultados por parte del Ejército Nacional. “Quiero sangre”, Decía un general de la República a sus subalternos. Este hecho es la punta del iceberg de miles y miles de asesinatos de personas que pensaban distinto, que se atrevían hablar ante algún funcionario del Estado; hombres y mujeres que pedían un espacio en las actividades sociales o en la política.

Cuento de nunca acabar. La vida sigue igual, ahora con pandemia incluida. Tal vez no siga igual, lo más probable es que sea peor. Casi que a diario se registran asesinatos de líderes sociales o ex militante de la guerrilla.

Asesinatos de personas que piensan diferente. Las masacres siguen sumando sin investigaciones por parte del Estado que desvelen la impunidad rampante. Los desaparecidos aún se cuentan por millares y es una cifra que se acelera con las movilizaciones y la protesta social. El gobierno Duque dice que todo anda bien. Que su gobierno está abierto al diálogo y es responsablemente respetuoso de los Derechos Humanos; sin embargo, las circunstancias dicen lo contrario. Sin duda, cuento de nunca acabar.

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