Por ANIBAL TEHERÁN TOM
El cielo amaneció ennegrecido y los árboles comenzaron a mecerse abanicados por un fuerte viento la mañana de un viernes de mediados de octubre de 1988. A mis 17 años había salido de mi casa, de la Calle 12 de Santa Catalina, a comprar carne y unas verduras para la comida del día. Al minuto de haber puesto los pies en la calle miré hacia atrás porque me sentí observado y con una seña Anuario Theran Ruíz, mi padre, hizo que me devolviera, precisamente cuando en la calle el viento, que emitía un aullido que atemorizaba al más valiente de los hombres, armaba tres remolinos que salían del suelo levantando hojas secas y basura. Al segundo, los árboles comenzaron a caer, las cercas y varias láminas de zinc de casas vecinas volaban como barriletes sin cola. Los vecinos se quedaron impávidos en las puertas de las casas con las manos en la cabeza, mientras mi padre me abrazaba como dándome fortaleza. En ese momento nos quedamos sin energía eléctrica.
Comenzaron a caer del cielo unas gotas gruesas de hielo que se reventaban en la baldosa de la terraza y en el techo de la casa, lo que generaba una especie de pánico colectivo. Habíamos leído en la enciclopedia Quillet, la misma que mi mamá había comprado a un vendedor de ilusiones que había llegado años antes al pueblo, que había que mantener las puertas de la casa abiertas para que en caso de huracán el aire tuviera una entrada y una salida. Entre mi papá, Abraham David, mi hermano, y yo, aseguramos los muebles y guardamos en el cuarto principal aquella cajita misteriosa que nos alegraba la vida: un televisor de 14 pulgadas, marca Panasonic, a colores, que para más señas habían comprado dos años antes para ver los partidos del mundial de México. Había pasado una hora, pero la lluvia no cesaba. Nadie se atrevía a salir. Las calles estaban solas y el miedo fue regado por el viento en cada casa de mi villorrio.
Recuerdo que ese día desayunamos casi a las 11 de la mañana arepas fritas con queso que mi padre había traído de su pueblo El Real de Obispo (Magdalena). Todos nos asomábamos a la puerta, a veces a la de patio o a la de la calle, buscando una señal en el cielo porque no paraba de llover. Los gritos de unos hombres que iban a lomo de mulo, desafiando la tempestad, llamaron nuestra atención. Los campesinos se dirigían a la región agrícola llamada Las Lomas, azotada por los vientos huracanados, donde habían más de 2.000 hectáreas sembradas de plátano, producto que identificaba a mi pueblo en las plazas de mercado de Cartagena y Barranquilla. Una grabadora, marca Silver, alimentada por unas baterías Eveready bastante usadas, nos sirvió para enterarnos de lo que estaba pasando.
Un locutor de voz grave informaba que estábamos siendo azotados por el huracán Joan, el mismo que días antes había afectado a Centroamérica y una docena de países de Suramérica, incluyendo la zona costera de Colombia. Nosotros caminábamos de la sala al cuarto, de ahí a un local adscrito a la casa donde funcionaba la droguería La Fé, negocio familiar, para verificar que el agua no se metiera. También íbamos a la cocina y otra vez a la puerta.
Hacia el mediodía llegaron noticias de Las Lomas. Un campesino de nombre Néstor Rodríguez, amigo de mi padre, narró, con lágrimas en los ojos, que las plantaciones de plátano se habían perdido, al igual que los demás cultivos de pan coger. El panorama estaba gris como el cielo, de donde seguía cayendo agua acompañada de fuertes vientos. Las corrientes en las calles parecían ríos caudalosos que arrastraban ramas de árboles recién desraizados y basura. La orden en mi casa era no salir. Recuerdo que mi mamá nos preparó la cena antes de cuatro de la tarde, alumbrada con una lámpara de gas (kerosene) porque ese día oscureció más temprano. En vista de que el dilubio continuaba, unas veces más fuerte, otras más débil, nos quedamos reunidos en la sala, mis hermanas Adibe y Zayda, mi madre, mi hermano, mi padre y yo. Aunque la ventisca continuaba y el viendo rugía cada vez con más poder, mi padre trataba de calmar nuestra angustia contándonos cuentos de tío Tigre y Tío Conejo y otras historias de duendes, princesas encantadas y Gnomos, narradas por los Hermanos Grimm. Así se nos pasó la primera noche, púes nos fuimos a la cama a eso de las 10 pm, después de que mi madre leyera el Salmo 91 e hiciéramos varias plegarias a Dios para que cesara la tormenta.
Al siguiente amanecer, el panorama era el mismo: Lluvia, vientos y soledad. Ese día desayunamos más temprano y seguíamos en casa pegados a la grabadora Silver escuchando las noticias del devastador paso del Joan. De acuerdo al reporte radial, el huracán había averiado las redes de energía en la zona Norte de Bolívar, y que la empresa Electrificadora de Bolívar tardaría días en reponer el servicio. Pero pese que las noticias no eran alentadoras, mi padre se les arreglaba para mantener la unidad familiar con comentarios sobre el confinamiento que se vivió en la segunda Guerra Mundial y la violencia que se generó entre 1930 y 1957 por la guerra sin cuartel entre el Partido Liberal y el Partido Conservador. Todos aprendimos de historia, pero el viejo “Nayo”, como le decían sus amigos cercanos, las volvía interesantes, contándonos como esa violencia afectó a su familia porque mi abuelo entregó las banderas del Partido Liberal a mi tío Negro o Pipe, quien sirvió de correo entre los liberales de la provincia del Magdalena y los políticos de Santa Marta. Recuerdo el pasaje donde mi tío fue descubierto por un policía conservador que viajaba en un remolcador y fue lanzado al fondo del Río Magdalena a su suerte. Contó mi padre que mi tío llegó a las profundidades oscuras del río, agarrando una medalla de la Virgen del Carmen, mientras encomendaba su vida, cuando, en el momento que se estaba ahogando, una luz brillante lo iluminó y una fuerza sobrenatural lo empujó a la superficie. De allí llegó a la orilla a reponerse. Tardó un día en volver al Real del Obispo, donde vivía con sus padres, ayudado por unos campesinos liberales.
Recuerdo que fueron tres o cuatro días de lluvia y miedo que pasamos encerrados en la casa entretenidos con las historias de mi padre y atendidos maravillosamente por mi madre Zayda Tom. Al quinto día cuando el sol sacó su resplandeciente cara comenzamos a enterarnos del feroz paso del Joan, un huracán que dejó a Santa Catalina sin cultivos y desolado. Desde ese día, la tristeza se impregnó en los lugareños, como una peste que aun invade nuestras memorias.
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